martes, 2 de noviembre de 2010

¿Qué sociedad queremos?


 Publicado en el Diario de Burgos, 20.10.2010
Hace un año por estas fechas el Ayuntamiento de Teruel debatió una propuesta para trasformar su tradicional concurso de villancicos en un “acto lúdico multicultural que respetara a todos los grupos étnicos y sociales”.
Ignoro si en el frío Teruel viven pigmeos o apaches, pero seguro que hay musulmanes y a ellos querrían apaciguar los enemigos del folclore navideño. Ambos grupos (creyentes y no creyentes) hacen bien en ejercer sus derechos porque estamos en un Estado aconfesional donde los poderes públicos deben “cooperar” con las religiones por mandato constitucional.
Con todas, es cierto, pero especialmente con una, la católica, que todavía representa la creencia mayoritaria en estas tierras como reconoce expresamente la Constitución. Esa colaboración supone, entre otras cosas, reconocer que gran parte del sustrato cultural español es cristiano y aceptar que los valores democráticos no pueden ser utilizados para atacar los sentimientos religiosos de nadie.
La cultura occidental, alejada gracias a Dios de manos eclesiásticas, debe ser asumida por todos los que llegan a nuestra sociedad. Soy nieto de emigrantes (a Cuba y a Francia) y tengo varios familiares aún exiliados, así que conozco bien la dureza de salir adelante en tierra extraña. Precisamente por eso defiendo con fuerza el derecho de cualquier persona a buscar una vida mejor. Ahora bien, también estoy convencido de la obligación que tienen los inmigrantes de aceptar el Estado de Derecho vigente en los países que les acogen. Sin excepciones.
Es decir, una cosa es el respeto a la diversidad y otra la ineludible aceptación de unos mínimos de convivencia basados en las leyes vigentes y las costumbres de la mayoría. Esto, en España, supone aprender el castellano, pero también respetar tradiciones como los concursos de villancicos (se celebren en Teruel o en Los Infiernos, provincia de Murcia); las corridas de toros o las procesiones de Semana Santa. Nadie tiene la obligación de cantar el Adeste fideles o emocionarse con el Sermón de las Siete Palabras, pero sí el deber ineludible de respetar esas manifestaciones, que será piadosas para unos y simplemente culturales para otros.
A cambio de la adaptación, el inmigrante disfrutará de derechos, como la igualdad ante la ley o la libertad de conciencia, que ni siquiera soñaría en su país de origen. Sin embargo, la sociedad receptora no puede tolerar usos inaceptables como la poligamia, la ablación de clítoris o el burqa por muy “culturales” que lo consideren sus defensores. Mucho menos la existencia de guetos raciales o religiosos en los que perviva el salvajismo de sociedades atrasadas que impiden, por ejemplo, que las mujeres estudien o, directamente, las apedrean hasta morir por “adúlteras”.
En la década de 1950, las premisas del apartheid sudafricano fueron las mismas que las del actual multiculturalismo. Entonces se decía que la segregación ofrecería a negros y blancos la posibilidad de potenciar sus culturas y ser leales a su identidad original. El experimento terminó como terminó. Más o menos como en El Líbano, país en guerra eterna donde se acaba de premiar con un doctorado honoris causa al, por este orden, racista y presidente de Irán.
A lo largo del siglo XX también Occidente ha tenido que despojarse de prácticas inhumanas como la pena de muerte o la tortura y, pese al irracional avance de atrocidades como el aborto, nuestro acervo nos permite seguir en la vanguardia de los derechos humanos y defender que, para convivir en paz, hay que tener claro qué es la democracia y dónde están sus límites.

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