lunes, 18 de octubre de 2010

Deporte de perros


Publicado en Diario de Burgos, 12 .10.2010


El tricampeón del Tour de Francia, Alberto Contador, vive en la cuerda floja. A su pesar, claro está, según confesó en su día en esa picota llamada “La Noria” con Jordi González de dudoso gregario. Contador acudió al programa para lamentar la mala suerte de comer chuletones inflados de clembuterol. La coartada es poco creíble, pero no oculta el fondo del asunto: los ciclistas son víctimas de un sistema injusto –el Código Mundial Antidopaje– que divide al pelotón internacional en culpables o inocentes. Los grises no existen.
Al contrario que en la vida ordinaria, ese código penal para deportistas tipifica que todos los delitos tienen el mismo castigo (la suspensión y la desposesión del título) y el acusado debe demostrar su inocencia. Le ocurrió a Floyd Landis tras su positivo en el Tour de 2006 y le sucede ahora a Contador. ¿La causa? Tener en su cuerpo una cantidad prohibida cuarenta veces menor que el mínimo que los laboratorios autorizados pueden detectar y que en ningún caso mejora el rendimiento deportivo. Tampoco se ha valorado que el “pasaporte biológico” de Contador (medio que desde 2008 controla los niveles de sangre y orina) siga inmaculado o que las nuevas acusaciones de autotransfusión sanguínea carezcan de base real.
En cualquier otro orden de la vida esta injusticia abriría los telediarios y cerraría las contraportadas de los periódicos, pero el ciclismo es otro mundo y en él los aquelarres se suceden con pasmosa impunidad. En el ciclismo los desgraciados corredores tienen que superar dos enemigos: la carretera y la hipocresía. Esa hipocresía que les obliga a morir sobre dos ruedas en pruebas sobrehumanas, pero en el que son condenados antes del juicio si se les acusa de dopaje. Poco importa que el sistema sea injusto o que no permita atenuantes. De entrada se destroza al deportista porque su responsabilidad, dicen, es “objetiva”. Ahora bien, si luego es inocente nadie resultará condenado: ni la Unión Ciclista Internacional (UCI), ni la Agencia Mundial Antidopaje (WADA, por sus siglas en inglés) ni aquellos medios de comunicación que se apuntan a las teorías más peregrinas.
Para añadir más vergüenza al caso, nadie ha comunicado oficialmente al corredor de qué se le acusa. Consecuencia: para defender la “pureza” del ciclismo, la UCI priva a los ciclistas de derechos fundamentales como la intimidad o la presunción de inocencia. Ante esta situación cabe preguntarse: ¿por qué se persigue a los ciclistas cuando otros deportistas no pasan controles externos?. Me refiero, por ejemplo, a los jugadores de la NBA, que sólo participan en los Juegos Olímpicos desde que el COI aceptó en 1990 no hacerles pruebas antidopaje y que pueden consumir sustancias estimulantes como la nandrolona (la misma que apartó durante dos años de su trabajo a Gurpegui, futbolista del Athletic de Bilbao). Como ellos, el resto de profesionales de las grandes ligas de EEUU (MLS en fútbol o MLB en béisbol) han rechazado someterse al Código Mundial Antidopaje y tienen sus propias normas.
Ese es el futuro del ciclismo: equipararse al deporte profesional norteamericano, donde los atletas están protegidos por un poderoso sindicato que pacta qué pruebas de control son admisibles. Sólo así los ciclistas dejarán de ser tratados como perros para volver a ser titanes. Titanes apellidados Merckx, Hinault o Induráin… o simples gregarios como Vicente Blanco, primer español en disputar el Tour y que en 1910 se fue a París en bicicleta para tomar la salida.
Quizá entonces los funcionarios de la UCI (que no existía) no le hubiesen dejado participar.

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