viernes, 29 de mayo de 2009

Poeta en Belagua


Una docena de años más tarde volvió el poeta a Belagua. También yo con él, advertido por la tinta verde del Vida Universitaria. Nos cruzamos en el pasillo y, debo confesarlo, no lo reconocí. Aún mantenía en mi memoria la barba poblada y negra de antaño, los ojos pequeños y sutiles, acostumbrados a los atardeceres de Granada. Pero el tiempo amarillo de otro Miguel le ha regalado cierto porte de senador romano (algo que sin duda habrá alegrado a su padre, Álvaro, allá en el Cielo con Dios) aunque él preferiría ser sargento del 7º de Caballería.

Del br
azo del poeta, sin él adivinarlo, llegó una legión de recuerdos con nombre propio (Isaías, Nacho, Javier) y apellidos que les ahorro. Todos en la marca de los veinte. Intrépidos, leales por igual a sí mismos y a la efímera belleza del Parnaso. Alevines de poeta que nunca escribieron, ladrones de versos a mayor gloria de Miguel d’Ors. “El lunes es el nombre de la lluvia…”.

Lo recibimos sentados y expectantes, como se aguarda a un miura en las tardes rojas de julio. No recordaba su voz, pero con sus palabras brotó la melancolía –vieja amiga de humo y mélanges en el Vienés de la Taconera– y decidió quedarse el resto de la noche flotando en el aire.

Justo entonces se arrancó a recitar sus poemas o, más bien, poesías y viajé otra vez a lugares que desconozco, pero en los que he estado mil veces: el río Almofrey con sus zarzas y mirlos; la bajamar de Saint-Malo; los olmos goteantes de Castle Hill. Charlé de nuevo con J. Caramés sobre el arte fotográfico mientras Charlie Parker volaba con su saxo y jugué, ¡cómo olvidarlo!, con Amandiño, bucanero de siete años. Llegué, incluso, a compartir café con el tío Atilano en las mesas del Savoy, mientras su sobrina Pía le vigilaba emboscada en un rincón de la sala.

Me hubiese gustado contarle que su “Curso superior de ignorancia” fue el primer libro que le regalé a una tierna compañera de apuntes. Pensaba yo que la rapaza, gallega etérea, apreciaría la lira de un paisano… Pero me equivoqué y creo recordar que me disculpé por sufrir tales inclinaciones. El fracaso se vio reforzado, poco después, cuando otro barbiluengo profesor decidió que la Lógica era una materia demasiado noble para yo la profanara. Resultado: suspenso y a septiembre. ¿Su nombre? Ángel d’Ors. Estaba visto que esa familia sólo me deparaba fracasos, único modo conocido de aprender algo que merezca la pena.

Me hubiese gustado agradecerle, ¡vaya si me hubiese gustado!, que sus libros marcaran nuestros años universitarios, que sus versos sirvieron para intentar la conquista de alguna mujer (aunque no fuera de Ipanema), que el
Mateus Rosé nos parecía Vega Sicilia y que si hoy existen Sánchez-Rosillo, Marzal o Insausti es gracias a su “Punto y aparte”, campanada siempre presente.

El auditorio que le arropó era un trasunto del mismo que fue capaz, marzo de 1993, de llenar el Nuevo Casino para escucharle. Llovía, claro, igual que esta vez. Estudiantes de Filología, escritores en ciernes, proyectos aún por definir. Ellas con el secreto deleite de haber descubierto la sala de estar de Belagua, ellos engallados por el abandono, siquiera momentáneo, de Messis y Ronaldos, aunque sean cristianos. Artistas también, pero artistas menores.

Todo esto lo ignora el poeta, migueld’ors hasta la médula. Pero quizá sí adivina que nuestra voluntaria atadura a un escalafón y a un horario es más llevadero con su duende. Incluso para aquellos ¡qué vergüenza!, ya calvos y por fin diputados. Esas son, como bien ha dejado escrito, las ironías de la vida cuando viene tan malintencionada que parece la vida.


Al final, la verdadera felicidad es descubrir que no somos felices y que no nos importe.

1 comentario:

Anónimo dijo...

ni siquiera otra, Nacho, ni siquiera otra, la misma vez, la lluvia de los lunes.

Fuerte abrazo.

Isaías