lunes, 3 de noviembre de 2008

Otras vidas

A veces me sorprendo con gesto de espía, apostado quizá en un banco del parque analizando a la gente que pasa. En ocasiones me descubro emboscado en la mesa de un café mientras curioseo a través del espejo de la barra. Entonces ocurre el milagro y el camarero se transforma de repente en un mozo de espadas que me entrega la muleta mientras yo –convertido por arte de magia en un torero clásico– le miro con gesto grave, a lo Manolete, antes de arrimarme a un morlaco tan negro y malintencionado que parece la vida.

A veces mis pasos coinciden en la calle con los de alguien y durante un rato caminamos juntos. En ese trecho incierto ambos nos convertimos, por ejemplo, en Epi y Blas de paseo por Barrio Sésamo o, si estoy en plan épico, en Ben-Hur y Messala en las calles de Jerusalén.

Cuando mi imaginación indomable se desboca, me siento como Felipe –el amigo dentón de Mafalda– que, de camino al colegio, veía cráteres lunares en las obras de la calle, convertido él en astronauta de la NASA. Con el inocente Felipe comparto el deseo de vivir otras vidas, siquiera por un instante, libre de obligaciones e hipotecas a treinta y cinco años. Quizá sea una parte de la infancia que se resiste a desaparecer o un deseo cobarde de huir del escalafón y el horario, tan puntuales cada lunes que parecen suizos.

La verdad es que sólo me ocurre de vez en cuando, pero intento disfrutar cada arrebato como si fuera el último. Puede ocurrir una mañana hosca de domingo y noviembre mientras compro el periódico o quizá una tarde breve de sol fugitivo e invernal.

Pienso, por ejemplo, cómo sería mi vida si yo me llamara Rodrigo de Triana y fuera el vigía que voceó a la Historia “Tierra a la vista”. O si vistiera el uniforme del 7º de Caballería a las órdenes del general Custer, dispuesto a enfrentarme a Caballo Loco y morir con las botas puestas agarrado a mi bandera.

Esos embrujos inesperados me descubren lo mucho que me habría gustado ser uno de los rebeldes de Fidel Castro y hacer la revolución, aunque acabara bien. O jugar un partido de los Celtics contra los Sixers en el Boston Garden y ver en primera fila aquellos duelos de los 80 entre el lechoso Larry Bird –todo nariz y canastas imposibles desde el otro lado del mundo– y el magistral Julius Earving, alias “Doctor J”.

Sin embargo, si lo pienso mejor y razono, veo que no hacen falta esos delirios para llevar una vida intensa. Basta con ser uno mismo y cumplir con la prosa diaria, que no es poco. Descubrir la magia de dedicar una hora fija a los críos y jugar al fútbol en el pasillo o a las muñecas en cualquier parte. Llevar, por ejemplo, a la parienta a cenar y hablar de la vida sin pretender entenderla (a ella y a la vida) y, ya puestos a pedir, jugar al mus con los amigos de siempre y no hacer trampas aunque se lo merezcan.

O simplemente visitar, de vez en cuando, a esos viejos arrugados que convirtieron una casa en un hogar para criarnos a base de sacrificios, puré y madrugones. Todo por darnos otra vida. Otra vida mejor.

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