domingo, 18 de mayo de 2008

Pastor bonus

Después de cuarenta años al servicio de los cubanos –de todos, los de dentro y los de fuera–, Pedro Meurice ha dicho adiós. Hasta hace unos días era arzobispo de Santiago de Cuba y primado de la Iglesia cubana, algo que llevaba con paciencia bíblica. Ahora sonríe con esa timidez tan suya, liberado ya de una misión propia del santo Job: ser obispo en tiempos de Fidel Castro.

A Meurice, guajiro de pies a cabeza, nunca le interesaron las dignidades o las reverencias. Ni cuando le dieron en Georgetown el Honoris Causa ni con los rumores que le hacían arzobispo de La Habana y cardenal. Algunos dijeron entonces que no tenía las virtudes de un príncipe de la Iglesia. Tampoco los defectos, añado yo. “Todo lo más, cura de pueblo”, asegura él.

Sin embargo, la vida tenía otros planes para un hombre al que el castrismo no ha podido doblegar. Quizá su tenacidad mambisa convenció al Espíritu Santo de que sólo él podía estar a la altura de su pueblo. Igual que antes lo estuvieron algunos antecesores, desde el P. Claret a Enrique Pérez Serantes, que salvó a Fidel Castro de ser fusilado en 1953. Seguro que algo de eso influyó en Pablo VI cuando le designó para encabezar una Iglesia perseguida, pero fiel. A veces a pesar de ella misma.

Pedro Meurice, Perucho, nació en San Luís, un pueblecito cercano al santuario de la Virgen de la Caridad, patrona de Cuba. En el seminario de El Cobre pasó el final de su infancia y adolescencia. “Allí fui feliz”, confiesa con un susurro.

Eran tiempos de esplendor, de bonanza económica, de colegios a rebosar y vocaciones en alza. Un paraíso a la cubana. Con la mayoría de edad, Meurice salió para estudiar más. Tenía y tiene una memoria de elefante. Lo demostró en Vitoria, años 50, donde recaló por un tiempo. De sus días en España recuerda con gozo el frío alavés, el vino de Rioja y los deseos de volver a su isla cuanto antes. Sin embargo, la vida le llevó por otros caminos, caminos que siempre terminan en Roma. La Gregoriana le doctoró con méritos y allí sonó la hora del retorno. En 1958, vísperas revolucionarias, volvió a su tierra.

Transcurrió el tiempo con lentitud caribe y a su paso descubrió que nadie le había preparado para el mundo que le había tocado vivir. Un mundo hostil y ajeno. Una Cuba diferente aunque se llamara igual. Un país del que quisieron arrancar a Dios para plantar a Marx, decapitar a la Iglesia para imponer al Partido, cambiar a Martí por Fidel. No pudieron.

Todo eso se lo explicó Meurice a Juan Pablo II en una homilía histórica. Fue ante medio millón de cubanos y con Raúl Castro presente (y nervioso) mientras el pueblo exigía libertad a gritos. Aún recuerdo al viejo comunista revolverse en la silla cuando el arzobispo contaba con pausa las verdades del barquero. Después le persiguieron por tener la lengua larga, le apretaron, le aislaron. No pudieron quebrarle.

Pedro Meurice –pastor bueno– se jubila y, aunque la noche sea larga, él está en paz. Una paz interior que le recuerda el refrán montuno: “Nunca está más oscuro que cuando va a amanecer”. Meurice sabe que debe irse, pero su corazón oriental le grita que no se vaya. Todavía no. Él quiere quedarse. En Cuba. Está sembrado allí, firme como una palma real. No se marcha. Ni aunque lo arranquen. Hasta que salga el sol.

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